Recuerdo que, apenas cumplidos los 14 años, empezábamos ya a
hablar en la pandilla (concepto que quizá algunos hayan sustituido por el de
“grupo de Whatsapp”, pero que tiene unas connotaciones de presencialidad y
complicidad del que el virtual carece) de qué íbamos a hacer cuando “fuéramos
mayores”.
Por aquel entonces, hablo de mitad de los años ochenta del siglo pasado, las opiniones estaban divididas entre seguir estudiando hasta terminar una carrera, algo no tan habitual como lo es hoy en día y que solía garantizar, más o menos, un empleo mucho más que ahora, o ponerse a trabajar, una expresión muy de nuestros padres cuando te venían dos o tres suspensos en “las notas”.
Pero lo que sí había en común, tanto en unos como en otros, era el horizonte lejano al que solíamos mirar, y ver como la panacea de futuro seguro, de convertirnos en funcionarios. Daba igual el ámbito o el puesto, lo importante era la condición de trabajador de la administración.
Para mí, que no estaba en ese debate por tener claro que iba a dedicarme al negocio familiar, la obsesión por hacerse funcionario radicaba en la certeza de un sueldo a final de mes. Algo que en otros trabajos, y máxime con la concatenación habitual de crisis económicas, no estaba ni mucho menos claro. También en la seguridad laboral, puesto que no conocíamos casos de funcionarios despedidos de sus puestos de trabajo, como sí solía ocurrir en todos los demás sectores que teníamos cerca.
Lo que no me daba cuenta, y ahora con el paso de los años ha caído sobre mí como una losa, es que la característica esencial del funcionario, y que nos provocaba envidia, lo supiéramos o no, era la cantidad de tiempo libre que su jornada le dejaba. Sobre todo una vez que se generalizó la jornada intensiva todo el año. Ese tiempo libre que otros solo podemos disfrutar arañándolo de los fines de semana, que no siempre son de dos días, o acortando los tiempos de descanso.
Por eso creo que, posiblemente desde que se aprobó la obligatoriedad de un periodo de vacaciones de treinta días para todos los trabajadores, la propuesta de una reducción de jornada a 32 horas o 4 días, presentada por el Grupo Parlamentario Verdes Equo-Más País, sea lo más radical y revolucionario que se ha planteado en mucho tiempo en el ámbito laboral.
Hoy, los avances tecnológicos han permitido subir la productividad en todos los sectores laborales. En cambio esto no ha repercutido en unas mejores condiciones de trabajo sino en un aumento de los beneficios empresariales, la deslocalización y la precarización de los trabajadores.
Esta precarización ha obligado a alargar jornadas, duplicar trabajos, hacer horas extra…todo ello en detrimento de nuestra salud, nuestras relaciones sociales, el cuidado de nuestros familiares y nuestro entorno, en definitiva, convirtiéndonos en trabajadores a vida completa.
Por eso es tan importante entender que la generación de riqueza no se puede hacer siempre a costa de los mismos, porque conlleva muchos “daños colaterales” afectivos, psicológicos y sociales. La salud, ese concepto tan amplio que va mucho más allá de no estar enfermo físicamente, no puede depender de la administración continua y normalizada de medicamentos, sino que tiene que provenir de la realización personal, algo en lo que nuestra vida laboral tiene mucho que ver y que decir.
Estoy de acuerdo en que ésta no es una medida que se pueda tomar de la noche a la mañana, ni que deba ser impuesta por un Decreto-Ley. Porque ni todas las personas, ni todas las empresas, ni todas las circunstancias son iguales. Solo desde la flexibilidad y el diálogo y solo desde la buena voluntad y la solidaridad se puede afrontar este debate. Pero es un camino que vamos a recorrer y que debemos empezar cuanto antes.
Que nadie piense que se va a acabar el mundo o que las empresas van a tener que cerrar masivamente. Si algo nos ha demostrado la trágica experiencia de la COVID19 es que la adaptabilidad de la economía está a prueba de emergencias. Solo nos queda que sea la economía la que se adapte a la situación real de las personas y que no esté orientada a conseguir que unos pocos acumulen la riqueza generada por todos, para que sea, la economía, el elemento útil para la sociedad que debe ser y no el único sobre el que gira todo.
No sabría decir si yo me decantaría por una reducción de la jornada en cuanto al número de horas, como opinan los grupos feministas que sería lo mejor si queremos fomentar la conciliación y los cuidados, o si sería mejor una reducción en el número de jornadas, como piden los grupos ecologistas para favorecer la lucha contra la emergencia climática al reducir el número de desplazamientos. Debemos apelar a la flexibilidad, una vez más, y a la participación. Una palabra que suena mucho pero que se aplica muy poco.
Lo que sí está claro es que la mayoría del país está a favor de esta medida, por distintos motivos, como ha demostrado un estudio que se puede consultar en la página de Verdes Equo
Lo que cada uno haga con su tiempo libre, es otra cosa y es algo tan diverso como las motivaciones para estar a favor de la disminución de jornada, pero resulta evidente que se trata de una medida que no solo beneficia a la persona que la adopta, sino que es todo su entorno, más o menos amplio, quien se ve mejorado.
Cumplido ya casi un cuarto del siglo XXI, está claro que las relaciones laborales han cambiado mucho y que ni los domingos son para descansar ni las jornadas son de 9 a 2 y de 4 a 7. Las variables son casi tantas como realidades laborales, comerciales y empresariales, y dependen, además, de la zona donde se llevan a cabo. Por eso tampoco las negociaciones laborales o las conquistas sindicales pueden seguir rigiéndose por los marcos de antaño.
Como dice el coportavoz del partido Verdes Equo, Florent Marcellesi, “La semana de 32h o 4 días es la siguiente gran revolución que vamos a vivir”.
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