Transcurrida ya la quinta parte de este siglo XXI, quizá la previsión que más se ha cumplido es la de que éste iba a ser el siglo de la información.
Vivimos asediados por todo tipo de (des)informaciones, provenientes de mil y un espacios, a veces buscadas y a veces no, y, casi sin darnos cuenta, nos hemos convertido también en información. Una información muy valiosa y con la que se comercia por parte de empresas de gestión de datos y análisis de mercados y comportamientos y que sirve a otras empresas para definir y diseñar sus campañas de marketing. Resulta lamentable, a la vez que patético por lo que dice de la sociedad que hemos construido, pero somos más valiosos como datos que como personas.
El manejo y la gestión que hagamos de esa información que nos llega, cómo la seleccionamos y difundimos, marca buena parte de nuestra vida hacia el exterior y, en un mundo cada vez más digitalizado, la imagen que otras personas tienen de nosotros.
Nos resulta más cómodo seleccionar aquellas fuentes de información con las que coincidimos ideológicamente. No estamos dispuestos a que cada día nos pongan en duda nuestros convencimientos más absolutos. Queremos leer y escribir sobre lo que pensamos y en el mismo sentido en el que lo pensamos y, en general, queremos que nos lean quienes nos van a aplaudir casi sin pensarlo. No nos damos cuenta de que en muchos casos ni siquiera leemos lo que queremos, sino lo que más fácilmente nos llega. A través de unos “algoritmos” de selección sobre los que no tenemos ningún control, sino que dependen de variables de difícil comprensión para la mayoría de la gente. Y lo compartimos, muchas veces, sin darnos ni quince minutos para pensar lo que hemos leído y lo que tenemos que decir al respecto.
Además resulta mucho más fácil opinar y difundir sin tener que salir de casa, sin enfrentarte cara a cara con quien puede tener argumentos contrarios, teniendo siempre la carta de no entrar a discutir o valorar las opiniones de quienes se dirigen a nosotros poniendo en duda lo que acabamos de decir o compartir de otros. Siempre podemos no contestar, borrar comentarios o, en el peor de los casos, bloquear. Seguro que mucho más cómodo en cualquier caso que dar la espalda a nuestro interlocutor en una conversación en persona.
Todo esto lo vemos a diario, empezando por esta misma columna que, a buen seguro, no vería la luz si yo tuviera que ir a una plaza y exponerla ante la gente. Nos hemos convertido así, salvo honrosas aunque puntuales excepciones, en activistas de salón, que no dudan en compartir e incluso defender posturas de todo tipo pero que siempre encuentran un motivo para no acudir a la calle para demostrar ese apoyo personalmente.
Existen muchos ejemplos de esto, sin alejarnos demasiado ni en el tiempo ni en el espacio: las movilizaciones por las pensiones, por la subida de la luz, por los asesinatos machistas, por el cambio climático, por el estado de los servicios públicos, por las inmatriculaciones de la Iglesia… todas ellas nos mueven a opinar, compartir y hasta debatir en redes sociales, hacer comentarios en periódicos digitales o, los más atrevidos, escribir entradas en blogs. Muchas veces todo ello sazonado con comentarios, por todas las partes, demasiados ásperos y subidos de tono donde se suele mezclar lo divino y lo humano y donde uno empieza sabiendo de lo que opina, pero acaba discutiendo sobre cualquier cosa, en una carrera frenética del “y tú más”.
Pero, ¡ay, amigo!, si de lo que se trata es de ir a la calle, de manifestarnos, de lucir chapas o insignias, de acudir a una plantación colectiva, de presentar escritos con nuestros nombres y apellidos… entonces la cosa cambia y la audiencia disminuye considerablemente.
Por otra parte, no podemos dejar de lado ese orgullo que sentimos de poder debatir, que no siempre confrontar, con algún personaje más o menos famoso y verse contestado por él, dándonos la sensación de haber llegado a ese nivel otrora apenas soñado de mantener conversaciones con escritores, políticos, artistas, etc.
Estamos solos, cada vez más conectados, sí, pero solos. Tenemos cientos de amigos en redes sociales, pero nos cuesta un mundo encontrar con quien ir a tomarnos un café y hablar de la actualidad. Nos hemos convertido en analistas de todo sin tener idea de la mayoría de las cosas, pasando de puntillas por hechos y situaciones complejas que requerirían un análisis en profundidad que abarcara muchos más aspectos de los que somos capaces de ver. Pero nos da igual y, desde luego, no nos da vergüenza que se vea. Hay auténticos maestros en disimular su incultura o falta de formación que en cambio opinan sobre cualquier tema con halo de sentar cátedra.
No hace demasiado tiempo, hablaba con una persona de larga tradición política en Jaén y me decía que era necesario salir y reconquistar las plazas. Yo, en un alarde de modernidad, defendía la existencia de dos tipos de plazas: reales y virtuales, y que había que estar en ambas. Esta persona me decía, creo ahora que con razón, que si bien eso era cierto, eran las plazas reales, las de banco y fuente, las que pueden llevar a la movilización y a cambiar las cosas. Incluso cuando las movilizaciones empiezan en un ámbito virtual, es cuando pasan a la realidad de la calle cuando adquieren realmente su fuerza y su poder.
Creo, pasado un tiempo, que hemos convertido nuestra actividad política y ciudadana en un activismo de sofá y móvil que apenas nos sirve de “lavaconciencias”, como los SMS’s navideños a O.N.G.’s de todo tipo, y que poco o casi nada ayuda al objetivo mismo de cambiar el mundo, algo que si no fuera el fin para el que, lo sepamos o no, nos levantamos cada día no nos hubiera llevado a participar en redes, debatir en tertulias virtuales o, por mucho que queramos, leer esta columna.
Gracias, por cierto, por haber leído este humilde texto y espero que sigan haciéndolo en sus ratos de activismo.
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