Cuando algo lo vemos
todos los días, acaba volviéndose invisible y sólo cuando desaparece nos damos
cuenta de todo lo que nos aportaba y el hueco que deja.
Esto, que seguro que
sería aplicable a miles de cosas en nuestras vidas, viene como anillo al dedo a
la situación que vive el pequeño comercio.
Las tiendas de barrio
dan a la ciudad y a nosotros mismos mucho más que la posibilidad de comprar los
productos que necesitemos. En esas pequeñas tiendas, casi siempre gestionadas y
atendidas por los propios dueños o sus familiares, encontramos el consejo y la
cara amable que necesitamos para decidir cual de los componentes de la oferta mejor
se acomoda a nuestras necesidades. La experiencia y el buen hacer de los
comerciantes están a nuestro servicio y nos abren las puertas de su
establecimiento y sus conocimientos.
Las calles de nuestras
ciudades y pueblos se vuelven vacías e inhóspitas sin la luz y el “jaleo” de
los comercios. La invitación a pasear se vuelve tramposa y nos acaba
conduciendo a la cafetería y al centro comercial, donde estudiadas campañas de
marketing nos harán comprar, o desear hacerlo, miles de objetos que en la
mayoría de los casos ni necesitamos ni cubren nuestras expectativas.
Un ejemplo, mientras el
comerciante de nuestro barrio se alegra de que nos salgan buenos los zapatos,
el género de las grandes superficies tiene fecha de caducidad ante la avalancha
de modas y tendencias.
La aportación del
pequeño comercio al empleo dentro del tejido social en Andalucía ni está
valorada en su justa medida, ni entendemos realmente hasta donde llega. El
comercio ha aguantado, a veces en solitario, el empleo de nuestros pueblos cuando
las enormes cifras de la crisis ya llamaban a nuestras puertas. La relación, en
muchos casos familiar, de empresarios y trabajadores hace que el despido sea
siempre la última opción. ¿Pueden decir lo mismo otros sectores del comercio o
la industria, que basan siempre su recuperación en la reducción de plantilla?
Plantillas, no lo olvidemos, que trabajan casi siempre en unas condiciones de
explotación laboral y de abusos en horarios y salarios que hace que la fantasía
de la creación de empleo que lleva siempre aparejada la creación de una nueva
gran superficie sólo sea un espejismo de precariedad y desamparo. No voy a
entrar aquí en el tema de la regulación de horarios, que merecería artículo
aparte y en el que el comerciante que quiere mantener el ritmo marcado por las
grandes superficies lo hace siempre a costa de su vida personal.
Por otro lado, la
formación que, a pie de mostrador, se da a los empleados en el comercio va
encaminada a ser aprovechada sobre el terreno, en la propia tienda donde se ha
generado, invirtiendo en ella mucho tiempo y volcando conocimientos adquiridos
a lo largo de los años, por lo que la estabilidad en el empleo es mucho mayor
que en otros tipos de establecimientos. Nadie forma a un buen empleado para
luego deshacerse de él a las primeras de cambio.
El compromiso de los
comerciantes con su comercio llega a la puesta en juego de su propio patrimonio
personal en aras de seguir pudiendo abrir la puerta cada día. La riqueza que
genera el pequeño comercio se queda además en gran medida en un círculo pequeño
alrededor del propio comercio. La relación del comerciante y sus empleados con
el propio barrio va mucho más allá de una relación comercial y llega, en muchos
casos, a convertirse en personal. La reinversión del beneficio en el propio
establecimiento está garantizada, echando mano en el 100% de los casos de
profesionales de la zona para las ampliaciones y mejoras en el local, cerrando
así un círculo virtuoso de proximidad y beneficio mutuo.
El modo de vida, el
modelo de ciudad, que queremos y por el que en Andalucía siempre se había
apostado y que nos ha dado buena parte de la calidad de vida por la que hemos
sido famosos en el mundo, está directamente relacionado con el modelo de
comercio que implantamos en nuestras ciudades. La insostenible retahíla de
megacentros del consumo lleva consigo un modelo de movilidad urbana que hacen
imprescindibles los desplazamientos en vehículo, casi siempre privado, en un
consumo de combustible y tiempo que no valoramos y que agranda la factura añadida
del producto comprado, todo ello sin olvidar el coste que en cuanto a
contaminación generamos y que parece no importar a nadie.
Las calles llenas de
vida, los parques con gritos, risas y niños, las terrazas y las fuentes, el
encuentro con el vecino, la discusión y el debate sobre el tiempo, el fútbol o
la política, la recomendación de dónde y por cuanto comprar la cesta diaria,
todo ello se favorece con el modelo del pequeño comercio.
Y los miles de detalles
y añadidos que el comercio de nuestros barrios nos aporta. ¿Quién no ha dejado
las bolsas “un momento mientras voy a comprar ahí más abajo unos ajos” para que
te las cuiden en la tienda del vecino? ¿Quién, de niño, no ha ido a la tienda a
decir “que me manda mi madre a que me des lo que te tiene encargado y que luego
se pasa ella”? ¿Cuántas veces no hemos volcado el acierto de la elección de un
regalo para nuestra pareja en ese dependiente que nos conoce desde que nacimos
y que sabe lo que solemos gastar y qué tipo de artículo nos suele ir bien? Y
eso que vamos a cambiarlo, cuando hace falta, sin ticket y fuera de plazo y nos
lo acepta. Porque nos conoce y valora que vayamos como un gesto de mutua
confianza y relación.
No podemos reducir todo
eso a una simple ecuación de número de tiendas por metro cuadrado en un espacio
pequeño y al sentimiento equivocado de modernidad consumista. Todo,
absolutamente todo, lo que ofrecen las grandes superficies está también a
nuestro alcancen en los pequeños comercios. Y además en un marco mucho más
espectacular, como son nuestras propias calles y barrios.
No se trata de desdeñar
inversiones, ni de desechar proyectos, sino de tomar conciencia del poder que
como ciudadanos y consumidores tenemos para apostar por un modelo de comercio
que se base en la reactivación y sostenimiento de un tejido comercial que nos
aporte a cada uno de nosotros una ciudad más compacta, inclusiva y acogedora,
donde vivir no resulte una odisea y comprar no sea un automatismo. Y conseguir
que esto sea así depende de nosotros y de cómo gestionemos nuestras ciudades y
pueblos. Todo influye, desde la limpieza de las calles a la buena iluminación
de las mismas pasando por la presencia de fuentes, bancos y papeleras. La
oferta cultural, la adecuación de horarios, el transporte colectivo, la calidad
del aire, las zonas verdes. En definitiva hacer que vivir la ciudad merezca la
pena y que la ciudadanía vuelva a hacerse con las calles y las plazas.
El comercio y los comerciantes, con sus risas sus consejos y sus genios,
forman parte de nuestras vidas y sólo nos daremos cuenta de ello cuando no
estén. Y los echaremos de menos.Artículo publicado en el blog Andalucía Más Que Verde, de Andalucía Información.
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